Uno de los momentos más amados de mi infancia era aquél en el me encontraba en aparente soledad, en el centro de mi habitación, sentada sobre un antiguo sillón de mimbre. Mi habitación estaba llena de secretos y tesoros ocultos.
Me gustaba la tela que cubría los cojines desparramados sobre mi cama, el sillón, el suelo… y que iban a juego con las cortinas, con flores rojas pequeñitas sobre un fondo beige claro.
Cuando cerraba la puerta, las estrellas comenzaban a danzar a mi alrededor.
Me sentía poderosa, arropada por el aliento de mi Ángel de la Guarda y sostenida, protegida, por lo que sentía que era mi familia de luz.
Tenía la mirada atenta a lo que pasaba en el cielo, tanto que muchas veces sentía que, el tambaleo del viento podía arrancar mis frágiles raíces, y llevarme muy lejos.
Pasaba largas horas leyendo, libros de mayores, de filósofos y místicos, que nunca saciaban la sed de mi alma.
En los momentos de pausa, miraba al cielo, y entonces… se desplegaba ante mis ojos una estela dorada, un camino circular, de eternidad, formado por la huella de los ancestros de los hombres, un camino de estrellas…
Ese camino era un tejido, un puente, una especie de canal de luz, que conectaba el mundo visible, mi mundo visible, con el invisible, el mundo de la forma con el mundo de la luz.
En ese espacio – sagrado – cualquier cosa increíble que pudieras imaginar tenía el potencial de convertirse en realidad.
Un día, de pronto, sentí que me había sido arrebatado. Creí que no podría vivir fuera de allí. Sin embargo, crecí e incluso, llegué a olvidarlo.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Afortunadamente, volví a mirar al cielo y pude recordarlo, y no sólo eso, en el camino de retorno, comprendí que ese puente era una parte inseparable, indestructible e inalterable de Mí.
Con amor,
Silvia Mesa García