Me encuentro detenida en el espacio tiempo eterno, he invocado el silencio en el centro de mi pecho.
Súbitamente, aparece como un río que asciende desde lo oscuro, lo profundo.
Al llegar a mi cuerpo se derrama en forma de agua.
Primero una lágrima, que irrumpe decidida, abriéndole el camino a un río de lágrimas.
Al pasar por mi rostro se despierta un recuerdo: el de las historias que nunca me contaron, que nunca nos contaron.
Me empapa la tristeza, me inunda y me ahoga esta certeza, me siento huérfana de palabras.
Desde mis huesos y lo recóndito, escucho voces incesantes, acechantes en mi vulnerabilidad.
Sé que son de otros, de otras, que estuvieron antes que yo.
Sé que son las voces que me apremian a caminar por otro lugar.
Están en mis huesos, en mi vejiga, en mis células, pero no son mi voz.
Las honro.
Honro y me entrego a este duelo.
Desde el centro eterno de mi pecho, como un repiqueteo de campanas,
irradiándose incesante, fugaz, un instante, como un parpadeo reverberante,
siento en mi cuerpo la historia entretejida que quisieron silenciar.
Se torna circular, espiral, me rodea y me envuelve, hasta que se vuelve surco que se adentra en la tierra, grieta que fragmenta, separa y aleja, de mí, su voz.
A través de esta grieta, un nuevo sonido respira y nace a la vida.
Es un sonido que tiene raíz.
Tiro de su hilo, me invita a ir hacia dentro, de regreso al lugar donde nacen todas las historias, los mitos, los cuentos.
El hilo se bifurca en mil caminos y cada uno de ellos, en otros mil caminos, y cada vez, en mil caminos, otra vez.
El hilo se vuelve tejido bajo la tierra, nutrición, sostén, abrigo.